Una sonrisa que podía calmar grandes tormentas y un gran corazón para perdonar todo, absolutamente todo. Él era como un paraguas que no permitía que nada nos llegue, que nada nos toque.
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El Padre Juan Antonio Abril Galán, segundo Moderador General de la OMMRU nació en la parroquia Victoria del Portete de Tarqui, Provincia de Azuay, Ecuador, el 14 de mayo de 1939. Sus padres, doña Adriana María Galán y don Juan Manuel María Abril Abril, formaron un hogar modesto y muy piadoso. Educaron de manera ejemplar a sus hijos, de los cuales Juan Antonio fue el primero de ocho. En este hogar todos fueron testigos de su temprana vocación sacerdotal. Cuentan sus hermanos que, de niño, Juan Antonio, era muy especial en su comportamiento, le gustaba rezar el Bendito, dar limosna a los mendigos y era muy amigable con los sacerdotes Franciscanos, ya que ellos siempre visitaban a la familia.
Los Padres Redentoristas fueron de misión a la parroquia de san Gerardo cuando Juan Antonio tenía once años, naciendo una amistad espontanea con ellos, y fueron ellos quienes lo invitaron a ir al convento para ser sacerdote. A su papá no le gustó mucho la idea, ya que tenía esperanza de que cuando creciera le ayudara, pero su madre lo apoyó para que fuera con ellos. Entonces, Juan Antonio, tomó la decisión y viajó a donde sus abuelitos que lo llevaron a Cuenca donde los Padres Redentoristas. Contaba el Padre Juanito que, ya en el convento, comenzó a extrañar a su familia y que lloró durante quince días. Sin embargo, cuando su padre fue a visitarlo al mes de haber llegado, Juan ya estaba claro de su decisión y no regresó a su casa.
“Juan Antonio, era muy especial en su comportamiento, le gustaba rezar el Bendito, dar limosna a los mendigos y era muy amigable con los sacerdotes Franciscanos”.
El padre Juan estudió la primaria en Cuenca y la secundaria en Ambato. A sus 20 años, viajó a Colombia para realizar su noviciado. En 1960 regresó a Riobamba para realizar su profesión religiosa. En adelante, su vida se desarrolla entre el santo servicio a su Congregación y su formación religiosa y académica. Estudió filosofía y teología. En Bogotá, el 26 de abril de 1966, a sus 27 años, recibió la Ordenación Sacerdotal en la Orden Redentorista. Sus madrinas fueron las hermanas de su madre, que eran Hermanas religiosas de los Sagrados Corazones, residentes en la ciudad de Pereira.
Luego de su Ordenación, regresó al Ecuador. Su primera Misa fue concelebrada con el padre Peñaherrera en la iglesia del Señor de Girón, en el cantón Girón, donde vivió su niñez. Luego celebró su primera Misa, como sacerdote presidente, en el cantón Pasaje, donde vivían sus padres y hermanos. Desde esta fecha hasta 1996 fue asignado a diferentes ciudades: Ambato, Manta, Cuenca y Riobamba. En esta última ciudad se maravilló de las cumbres de los nevados y nace su afición por escalar, la que lo lleva a la práctica del andinismo en todos los nevados del Ecuador, junto con sus compañeros sacerdotes. De esas aventuras, siempre recordó a su fiel amigo, el padre Manuel Gavilanes.
Luego viajó para estudiar en Madrid durante un año. Regresó a Loja. Fue llamado a Quito para ser nombrado Superior de los Redentoristas, cargo que ejerció durante tres años. En este periodo, comenzó a sentirse delicado de salud y tuvo que ser intervenido en Cuenca.
“El «padre Juanito», como lo llamó la Santísima Virgen, ofreció su vida por la conversión de Cuenca y de Rusia”.
Mientras estuvo convaleciente, recibió la visita de unas monjitas de Loja. una de ellas, la hermana Catalina, fue instrumento y mensajera de Jesús y María Santísima para el padre. En ella se manifestó Jesús pidiéndole que liderara esa casa. También, la Santísima Virgen, le pidió que impusiera el santo rosario a todos quienes la habitaban. Fue entonces, cuando el “padre Juanito”, como lo llamó la Stma. Virgen, ofreció su vida por la conversión de Cuenca y de Rusia. Más adelante, llegó a ser Superior de su Orden por al menos dos ocasiones.
Los Redentoristas tienen en ellos la gracia de hacer su prédica de manera magistral con una doctrina impecable. Son sacerdotes de una formación tan completa que ejercen una exigencia total sobre sí mismos, y, así, dentro de su comunidad, el padre Juan tuvo siempre una hoja inmaculada, blanca, intachable, y en todo su caminar como Redentorista sirvió fiel y amorosamente a sus compañeros y a sus fieles.
A su regreso a Quito y a inicios de 1996, el padre Juan conoció la Obra de la Unidad. El padre Guillermo Jiménez, sacerdote Redentorista y amigo suyo, quien asistía todos los viernes a las vigilias de oración de nuestras comunidades en la Casa de la Misericordia, en Zámbiza, tuvo que viajar a otra ciudad y le pidió al padre Juan, con quien ya había compartido la noticia de este grupo de oración de mucho fervor y que lo tenía encantado, que lo reemplace y continúe con lo que se venía haciendo. Desde este momento el padre Juan se enamoró del camino del Amor y la Unidad, por el que daría todo de si hasta entregar su vida misma.
El Señor unió en una profunda amistad al padre Juan y al padre Alberto Vittadello, primer Moderador General, quien presidía la Obra desde mediados de 1995. El padre Alberto vivió la certeza de la presencia del Señor en la Obra de la Unidad, y había dado el paso de arriesgarlo todo por ella.
“El padre Juanito dijo que la tarde cuando se quedó solo en su comunidad, cogió su maletita y salió de su convento para ir a la Obra de la Unidad, fue una de las tardes más amargas que tuvo en su vida”.
El padre Juan, siguiendo con valentía y decisión los pasos del padre Alberto, pidió permiso a su amada Congregación para responder al llamado del Señor en la Obra, pero manteniendo la condición de Redentorista. Pero no pudo darse como él pretendía porque, luego de un diálogo doloroso de despedida con sus hermanos de comunidad y posterior reunión con su Superior, tuvo la triste noticia que debía pedir la exclaustración de la Congregación para iniciar un nuevo camino. En su posterior testimonio, el padre Juanito dijo que la tarde cuando se quedó solo en su comunidad, cogió su maletita y salió de su convento para ir a la Obra de la Unidad, fue una de las tardes más amargas que tuvo en su vida. Así, el 1 de diciembre de 1996, el padre Juan ingresó oficialmente a la Obra de la Unidad.
Desde ese momento en adelante, con la radicalidad que le caracterizó, se dedicó por completo a su misión en la Obra. Así, el 12 de diciembre de ese año, ya participó en la primera misión evangelizadora de la Obra fuera del país, junto con el P. Alberto Vittadello, y otros misioneros laicos miembros de la Obra, a la ciudad de Santa Fe de Bogotá.
“El padre Juan no alcanzaba a imaginar todo lo que sería el camino o cuál sería la cruz que tenía delante, pero dio ese primer SÍ, y por la radicalidad de su SÍ su vida estuvo totalmente donada a Dios que lo llamaba en ese momento”.
Apenas había transcurrido un mes y medio de haber entrado a la Obra, cuando el padre Alberto lo nombra su Vicario, debido a que se desencadenó su grave enfermedad de muchos años, la leucemia. Para el padre Juan fue grandemente sorpresiva esa designación cuando lo que él pensaba era que ya eran dos sacerdotes los que estaban para atender y llevar adelante la Obra, sin embargo, con obediencia y totalidad, asumió el ser Vicario del Padre Alberto. El padre Juan no alcanzaba a imaginar todo lo que sería el camino o cuál sería la cruz que tenía delante, pero dio ese primer SÍ, y por la radicalidad de su SÍ su vida estuvo totalmente donada a Dios que lo llamaba en ese momento.
El padre Juanito, en su timidez, iba acercándose, conociendo y dándose a conocer a Juan Arturo, a Marcia, a personas en las que el padre Alberto confiaba y de las que tenía una referencia por él. Marcia cuenta que lo veía dentro de la Obra cuando empezó a acercarse por este llamado, después en su cercanía con el padre Alberto y que aún le era lejano, hasta que el padre Juan empezó a llamarla para dialogar sobre las inquietudes espirituales que se le presentaban. Esa acción del padre Juanito la llevó a preguntarse: “¿qué es lo que el padre Juan, en su alma y en su espíritu, puede ver más allá en todos nosotros, como Obra, en este llamado, en el padre Alberto, en mí?”.
El 3 de febrero del año 1997, apenas dos meses después de la incorporación del padre Juan, fallece el padre Alberto por la leucemia. La Obra entera vivió con profundo dolor su partida, pues todos esperaban que superara la enfermedad. Como se ha dicho, el padre Juan estaba recién llegado, más por el padre Alberto conocía de la fuerza espiritual que Marcia le daba al padre Alberto en toda la realidad que se estaba dando entonces en la Obra.
El padre Juan, como un niño pequeño se tomó de la mano a Marcia y le dijo: «usted ha estado a lado del padre Alberto… porque usted cree, yo creo».
En la Misa de duelo, cuando se hizo la Capilla Ardiente en la Casa “San Pedro”, el padre Juan, como un niño pequeño se tomó de la mano a Marcia y le dijo: “usted ha estado a lado del padre Alberto… porque usted cree, yo creo.” Este actuar pone en evidencia el tipo de decisiones que el padre tomaba para su alma; siendo un hombre santo, creía y se confiaba, porque su confianza plena siempre estuvo en el Señor.
El 22 de febrero de 1997, Monseñor Antonio González Zumárraga, Arzobispo de Quito, lo designa como segundo Moderador General de la Obra de la Unidad al Padre Juan Abril. Comienza su arduo y amoroso trabajo para guiar a las almas de esta bendita Obra y dar a conocer su espiritualidad dentro de la Iglesia Católica.
En su pertenencia a la Obra y cercanía a Marcia y a Juan Arturo, empezó a contemplar toda la historia de Dios, una historia de salvación, una historia de misericordia que el Señor había forjado en la Obra de la Unidad desde el comienzo, cuando había unido primero a tres con tres misiones, tres llamados -digamos diferentes- en una misma espiritualidad. Que no era un simple grupo de oración, sino un verdadero y profundo llamado de Cristo a transformar las almas, a ser otros Cristos como Él, y que, para eso, se necesitaba historias de salvación, en las que se veía lo que es la limitación y la miseria humana, y cómo el Señor entretejía estas vidas, para repetir el Evangelio y repetir su historia, encarnándose en una realidad nueva, que no deja de ser la misma, en las que hay un llamado, hay cruz, hay resurrección y hay gloria. El padre Juan, en su profundidad, vio todo esto y se entregó por completo a la vida espiritual de la Obra.
Todos quienes conocieron al padre Juan, en su permanecer y caminar en la Obra, fueron testigos en él de actitudes que no se podía dejar de ver y de admirar, cosas verdaderamente grandes. La vida del Padre Juan fue de un niño de 11 años que entró a un seminario siguiendo su llamado. En toda su inocencia y docilidad, no pensaba en nada más que en ese, su llamado, y en esa calidad de entrega, en la Gracia que escogió su alma, en esa totalidad, en esa radicalidad, se estructuró totalmente a su espiritualidad y a su sacerdocio redentorista. Entonces, lo primero que es de gran admiración, es cómo el padre Juan en esa misma radicalidad de sentir a un Dios en esta Obra, fue capaz de transformar su alma, siendo el sacerdote que era, siendo Redentorista, adoptó una espiritualidad diferente, la de la Unidad. Para él no había cuestionamientos, simplemente era un llamado del cual estaba seguro, entonces tenía que beber, así como a sus 11 años, como un niño pequeño, una espiritualidad que para él era nueva, y en ese sentido fue construyendo su relación con Marcia de quien tenía que aprender y vivir algo nuevo de Dios.
“Se doblegaba totalmente. Eso era algo de verdad admirable. Su alma tenía esa semilla de santidad, en esa radicalidad de ser de Dios”.
Si el padre Juan, en su alma, en su manera de vivir la gracia, no hubiese visto también radicalidad en esta Obra y su espiritualidad, pensamos que no la hubiera seguido. Él empezó a sentir, a descubrir, a espectar esta manera que Dios tenía también de ser radical en medio de esta Obra y de la historia que le ponía por delante.
En esa manera de ser que tenía el padre Juan se doblegaba completamente ante esta nueva manera de actuar que le proponía el Señor en esta espiritualidad a través de sus diálogos con Marcia y sus vivencias. Y, se doblegaba totalmente. Eso era algo de verdad admirable. Su alma tenía esa semilla de santidad, en esa radicalidad de ser de Dios. El padre fue convirtiéndose poco a poco en la Espiritualidad de la Unidad, no dejando lo esencial de su ser -de la gracia en él- sino dejando ciertas estructuras, porque se dejó moldear por el Señor Jesús, Maestro del Amor y la Unidad, que llama en estos tiempos a tener un camino de santidad, y nada menos que dentro de una espiritualidad en un mundo laico como el de la Obra y en una sociedad tan necesitada de que exista un cambio radical, verdadero, en medio de tanta problemática humana y espiritual.
En su caminar, poco a poco el padre Juan fue venciendo su timidez y muchas otras limitaciones, hasta el punto de, humildemente, buscar el consejo y la luz que necesitaba. Cuenta Juan Arturo que su relación con el padre Juan comenzó después de la muerte del padre Alberto. Juan sentía que el padre no lo apoyaba en su misión de coordinador de las comunidades, y que, asesorado por Marcia, un día se decidió a hablar con el padre y le contó su vida, le abrió enteramente su corazón. Cuenta: “… mientras yo hablaba el padre me miraba con mucha atención, sin decir media palabra. Le conté todo de mí… El padre, al final, no me dijo nada, solo se arregló los lentes, porque se le habían escurrido algunas lagrimitas en los ojos. Me dio un abrazo estrecho y cariñoso y me dijo: ‘vaya, vaya, Juan, vaya’.” Esta escena se repetiría mucho a lo largo de la historia de cómo se fue haciendo esta amistad profunda entre Juan Arturo y el padre Juan. Juan Arturo se convirtió en su brazo derecho en la guía de las comunidades y, al estar cerca de Marcia, el padre pudo conocer verdaderamente su alma, hasta el punto de que hoy es su sucesor.
En cuanto a su sacerdocio, el padre Juan era impecable; predicaba sobre la pureza de los ángeles y creía que los cristianos debíamos tener la misma pureza que ellos y, él, la buscaba particularmente en todo. Tenía un amor muy grande por el sacerdocio y deseaba mucho que haya más sacerdotes y que los sacerdotes sean buenos y santos. Cuando veía que alguno no vivía su sacerdocio, era muy fuerte, aunque no desde el juicio. Algunos sacerdotes que se confesaban con él hablan de que lo buscaban por su don de discernimiento, porque era un confesor que no dejaba pasar lo que es pecado, y a pesar de lo duro que pudiera resultar, lo decía; verdaderamente tenía una claridad muy grande en su espíritu de lo que está bien y lo que está mal y así conducía a todos. En su humilde ser, nunca perdió el norte de lo grande que era el sacerdocio; por ejemplo, a su amigo y co-hermano Redentorista, el padre Guillermo Jiménez, siempre lo trataba con mucho respeto, lo llamaba su reverencia, siempre lo trataba así. Era impresionante el trato que daba a otro sacerdote.
“Cuando el padre Juan celebraba Misa hacía que toda la gente que estaba ahí se elevara a otro nivel”.
Tenía una forma de orar muy profunda. ¡Cómo oraba! Se adentraba tanto en la oración. Las personas decían que cuando el padre Juan celebraba Misa hacía que toda la gente que estaba ahí se elevara a otro nivel, y era cierto, se sentía como que todos los que estaban presentes se ponían en otro estado, particularmente en el momento de la Consagración. Verle celebrar Misa era impactante.
El padre Milton Paredes, actual sacerdote de la Obra de la Unidad, Prior de la Fraternidad Sacerdotal del Santo Sacrificio y María, Madre y Reina de la Unidad, formado desde el 2001 por el padre Juan en el seminario san Juan Crisóstomo, cuenta que cuando llegó al seminario, se dio cuenta de que padre Juanito no era respetado en el amor que la espiritualidad de la Obra infunde hacia sus cabezas y, especialmente, hacia sus sacerdotes, sino que más bien, se vivía irrespeto, ataques y desconfianza hacia el padre Juan. Además, tenía que lidiar con muchos juicios y prejuicios que tenían los seminaristas contra Marcia y contra Juan Arturo, entonces era muy difícil. Dice que, en ese tiempo, al estar lejos de la vida de Marcia, al estar lejos de la vida de las familias, los seminaristas no tenían el norte de cómo convivir.
Recuerda que el padre Juan lloró muchas veces, lloró por cada seminarista que se fue, le dolía mucho desde la certeza de que debían ser sacerdotes y desde su oración por cada uno de ellos. Ponía su alma y su corazón para que lleguen a ser sacerdotes. Se esforzaba mucho para darles estudios y, algunos, al terminarlos, se fueron. En el empeño del padre Juan, esto era muy doloroso para su corazón.
Tenía la radicalidad de los santos y formaba a los seminaristas en esa radicalidad. Impresionaba la forma radical en la cual el padre hacía todo. Uno se da cuenta como, para los santos, lo importante no es que hagas muchas cosas, sino que lo importante es que pongas el corazón en lo que haces. Y el padre Juan verdaderamente ponía su corazón, todo su ser, en todo lo que hacía, al punto de que personas se impactaban solamente de verlo o de verlo pasar caminando.
“Practicaba la obediencia, sin importar que le costara lágrimas que, muchas veces, sufrió en soledad”.
También, su disciplina era impresionante. Con frecuencia hablaba a los seminaristas de que la voluntad tiene un poder infinito y de que la voluntad es importante, por lo que tiene que ser enorme y se le veía ejercitando siempre esa voluntad. Cuenta el padre Milton que cuando vivían en Tumbaco, los seminaristas tenían que levantarse a las 4H30 a hacer la oración porque a las 5:30 tenían que desayunar para a las 6 coger el bus y estar a las 7 en la universidad, y que sin importar si él llegaba a las 4H20 o 4H25, el padre Juan estaba antes haciendo sus oraciones.
Practicaba la obediencia, sin importar que le costara lágrimas que, muchas veces, sufrió en soledad. Se sometió siempre, completamente, a sus superiores; era obediente, totalmente obediente. El padre Juan nada hacía sin que la Iglesia conozca, más allá de él, de lo que creyera, pensara o sintiera, siempre sometió el caminar de la Obra al criterio de la Iglesia y obedeció. Las autoridades eclesiásticas encontraron en él siempre un hombre veraz, un hombre siempre confiable para la Iglesia.
Para en el año 2000, en el que comienza a armarse el proyecto de las Tierras (Papallacta), Monseñor Vela era Arzobispo de Quito y de a poco fuimos notando que era evidente su desagrado hacia la Obra de la Unidad. Su conocimiento de ella estaba contaminado con el problema de que algunos de los que habían hecho sus casas las Tierras no querían someterse a un camino espiritual que, por medio de Marcia, se proponía y que el padre Juan apoyaba y, como cabeza de la Obra, exigía que se dé para que el proyecto de la vida en comunidad pueda darse.
Fueron tiempos muy difíciles para el padre Juan y para la Obra. En todo lo que la Obra se proponía con el padre Juan al frente, era mal visto por el Arzobispo, negándole su apoyo y dificultando el camino. Un ejemplo doloroso fue la forma como sacó al padre Guillermito Jiménez de la Obra: lo hizo bajo amenaza de que si no regresaba a su comunidad lo reduciría al estado laical, sin importar que la Congregación del Divino Redentor le había concedido permiso al padre para estar en la Obra, y a sabiendas de que el padre Guillermo era para el padre Juan, consuelo y soporte en el pastoreo de las numerosas comunidades.
Para el padre Juanito resultaba un camino muy doloroso caminar en obediencia silenciosa bajo esta autoridad, sin embargo, escribe para el padre Guillermo una carta que hace pública a la Obra, en la que, lamentando esta triste noticia, nos comunica que el 30 de marzo del año 2004, el padre Guillermo regresa a su comunidad del Divino Redentor y nos pide a todos nosotros que oremos, que tengamos paz, nos dice que el Señor nos seguirá guiando… Era grande el dolor del padre Juan al ver como cuando las cosas iban fortaleciéndose, era Monseñor Vela quien actuaba en su contra, en contra de la Obra.
“Una sonrisa que podía calmar grandes tormentas y un gran corazón para perdonar todo, absolutamente todo. Él era como un paraguas que no permitía que nada nos llegue, que nada nos toque”.
El padre Milton recuerda que “particularmente después de las reuniones que mantenía con Monseñor Vela, el padre Juan se quedaba totalmente en silencio, era como que una aplanadora le hubiera pasado por encima y estoy seguro de que él llegaba al Santísimo a llorar, porque había cosas que él no nos contaba del Arzobispo para que no nos contaminemos. Un montón de cosas que el padre Juan vivió, estoy seguro, que las vivió solamente él con el Santísimo. No nos contaba a nosotros para no afectarnos, y era impresionante el silencio después de cada cita con el Arzobispo, pero el padre Juan nunca nos movió a ser desobedientes, nunca, nunca, a pesar de todo lo que pasó.” Y más bien, “…siempre hubo en su corazón una manera tranquila y serena de llevar las cosas. Una sonrisa que podía calmar grandes tormentas y un gran corazón para perdonar todo, absolutamente todo.”
El padre Juan dio la cara frente a tantas cosas, fue una experiencia de un amparo, un paraguas para la Obra, en palabras de Marcia, a pesar de que recuerda que Juan Arturo y ella estaban siempre detrás del padre. “Él era como un paraguas que no permitía que nada nos llegue, que nada nos toque. Y en ese sentido, mientras uno va viviendo un camino, esta aventura de ser verdaderamente un cristiano al estilo de lo que el Maestro quiere, era una caricia al alma, un consuelo, el tener el escudo y el paraguas que nos significaba el padre Juan.”
“Señor, yo te quiero entregar mi vida y hasta mis cenizas para que esta Obra de la Unidad se vea gloriosa en la Iglesia”.
Así mismo, el padre daba gran valor a la palabra. En su prédica, tanto a los seminaristas como en sus homilías, decía que debemos estar dispuestos a dar la vida por Jesús. Padre Milton narra que alguna vez les preguntó a los seminaristas: “¿Ustedes darían la vida por Jesús?” y él les dijo “Yo daría mi vida por Jesús.” y que le impactó mucho que eso que el padre dijo se hizo realidad, el Señor le tomó la palabra. El 10 de abril de 2010, Domingo de Resurrección, le dijo al Señor: “Señor, yo te quiero entregar mi vida y hasta mis cenizas para que esta Obra de la Unidad se vea gloriosa en la Iglesia”, lo dijo así y al mes siguiente, mayo, se le detecta un tumor en el páncreas, y en junio, mes del Sagrado Corazón de Jesús, se manifestó con fuerza su enfermedad terminal y para el padre Juan fue una respuesta; se alegró de que su oración hubiera sido tomada por el Cielo.
El 3 de julio fue operado para extirpar el tumor, más decidió no hacer quimioterapia. La Obra oró intensamente pidiendo por la salud del padre Juan y para que pronto llegue un arzobispo benévolo. En este tiempo de enfermedad, el 15 de agosto, celebró sus 50 años de consagración religiosa como Redentorista.
El último tiempo de su vida, y sobre todo el último año, el padre Juan quiso estar especialmente cerca del corazón de Marcia, buscando que lo prepare para su hora y con quien buscaba tener sus diálogos más profundos. Marcia cuenta que mantenían largos y dulces diálogos llenos de Espíritu Santo que el padre Juan se permitió a sí mismo y que les permitieron compartir.
El padre Juan, ante la realidad de que sentía que su partida estaba cerca, y mirando la circunstancia que no tenía un sacerdote de la Obra como vicario suyo, habiendo consultado la opinión de Marcia y en oración ante el Señor Sacramentado, decidió entregar a Juan Arturo Crespo, hombre de su confianza y amigo de su corazón, la grave responsabilidad de la conducción de la Obra, hasta que la Iglesia nombre un nuevo Sacerdote Moderador General, y lo dejó por escrito y suscrito por él. Novedad que en reunión privada se la hizo saber a Juan Arturo, quien obedientemente y con la certeza que el Señor llevaría su Obra por sobre sus miserias, aceptó tan grande encargo.
La experiencia de Marcia y del padre en la preparación para su muerte fue muy importante y especial para el padre, porque mucho era el anhelo que tenía por irse, tanto, que cuando el padre falleció, hubo un poco de alegría en todos ya que era lo que tanto quería, y de que a pesar del profundo dolor que provocaba su partida, en abandono, se sabía que Dios tiene sus caminos y Dios sabía por qué se lo llevaba en ese momento a su santo sacerdote.
“La muerte de una persona santa definitivamente es algo que atrae Gracia del cielo, hay consecuencias de Gracia, y, a partir de la muerte del padre Juan para la Obra llegó una etapa muy fructífera.”.
El 12 de mayo de 2011, fallece el padre Juan en su habitación en el seminario «San Juan Crisóstomo» en la comunidad de San Rafael, rodeado del amor de sus íntimos y en medio de las oraciones y súplicas de todos los miembros de la Obra María, Madre y Reina de la Unidad por la salud y la vida de su amado II Moderador General.
La muerte de una persona santa definitivamente es algo que atrae Gracia del cielo, hay consecuencias de Gracia, y, a partir de la muerte del padre Juan para la Obra llegó una etapa muy fructífera. Muchas cosas se han conseguido a nivel de Iglesia desde entonces, hasta el punto de que cuando se mira hacia atrás todo lo que como Obra hemos tenido que vivir y batallar en este camino, no se puede sino pensar que hoy vivimos de otra manera. El tiempo de la persecución a la Obra llegó prácticamente a su fin cuando el padre Juan entregó su vida para que esta Obra se viera gloriosa al interior de la Iglesia, y a partir de su partida al cielo, todas las gracias que antes nos fueron negadas, se nos han concedido a borbotones, de forma tal que, a pocos años de su partida, tenemos la aprobación definitiva de la Asociación de Fieles y la aprobación “ad experimentum” de la Fraternidad Sacerdotal, cosa que en su tiempo parecía imposible.
Ahora, que todo se cumplió y están el padre Milton, el padre Eddy y la primera aspirante a religiosa, esta Obra seguramente es la alegría del padre Juan porque, en esta nueva generación, hemos alcanzado las metas que no llegó a ver pero que por su sacrificio, las logramos. Se fue al cielo para interceder por nosotros y a observar lo que él, con su vida, su amor, su fe, su mortificación, su cruz que fue la del Señor, como su Cirineo, alcanzó para nosotros.